En un claro del bosque.





El viejo anacoreta de la 237, como cada tarde, se sentó en su banquito de corcho delante de su cabaña de madera y palmas con el tejado de ramas y juncos. Cerró los ojos y miró al cielo anaranjado de la tarde, aceptando la templanza de los últimos rayos de sol en su cara. El viejo anacoreta de la 237 pensó, como cada tarde, que el sol se arrepentía de haber corrido tanto y se entretenía en la contemplación de su propio atardecer. Solo un levísimo murmullo de las hojas en las ramas más altas de los arboles cercanos acompaña la ternura del silencio en esta tarde de otoño. Hoy no se ha atrevido a acercarse a la orilla del río por miedo a la húmeda y espesa neblina que se cuela en las bisagras de los huesos chirriantes. Los pocos vecinos del bosque deben andar lejos o escondidos en sus chozas, porque no alcanza a ver o a oír mas señales de vida que las del aleteo de algún mirlo, el lejano ulular de un búho o el parloteo colectivo de los chorlitos en el inmenso árbol del paraíso. El viejo anacoreta de la 237 , como cada tarde, respira feliz el aire templado y la soledad de este momento que le reconcilia con la vida y le hace justicia a su propia historia.

Luego, dificultosamente, el anacoreta de la 237, se levanta, coloca en el estante un libro que alguien dejó abandonado en la mesita, anda lentamente hacia la puerta de la biblioteca y se va reencontrando, por los luminosos pasillos de la residencia, con los demás anacoretas que caminan extraviados en busca de la cena.


Granada, noviembre de 2023

José Gilabert Ramos


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